Carnada para tiburones



Estoy en el mar violento. Me agarro del neumático que se utiliza de defensa y luego me aferro al puntal. A unos metros de mí, tres tiburones.

Solo faltan algunas horas para que el sol se esconda en el horizonte. Navegamos hacia el golfo. El compás marca los 180 grados. Salimos nuevamente de la Pasa del Vapor. Las corúas revoletean pesadamente al paso de la embarcación. En el vivero del Cayo Largo 79 saltan y brincan las diminutas manjúas, principal materia prima para engoar el bonito. Los pescadores localizan los cardúmenes de distintas formas: mediante el pájaro delator. Benito conoce todas las zonas de pesca de la Isla como el camino de ir a su casa en la Coloma, Pinar del Río.
—A bordo del barco —afirma— nosotros sabemos buscar las marcas para localizar el pez, pero hay un tripulante que es muy bueno con los prismáticos en la mano: el Galleguito.
El Galleguito se sitúa encima de la caseta de popa y en esa posición escudriña el cielo y el mar en busca de las gaviotas, el rabihorcado u otra ave marina que indique dónde pueda estar la mancha de bonito.
Es necesario a veces mirar más allá del horizonte para poder localizar al pájaro delator y el Galleguito, con sus ojos de águila, lo hace con extraordinaria facilidad. Combina experiencia con la vitalidad de su juventud. Escucha la conversación entre el patrón y yo. Sin dejar la observación responde a mi curiosidad:
—Tengo que agradecer a Benito, a Fausto y a muchos otros que me enseñaron a ver con los anteojos, porque la primera vez que empecé no podía adaptarme y entonces practiqué bastante. Desde el inicio la tripulación confío en mis ojos.
El Galleguito, desde que el barco salió del quebranto, se mantiene en la caseta de popa en busca de movimientos de gaviotas, rabihorcado…, para indicar al patrón hacia donde está la mancha de bonito. A veces todas esas aves marinas andan juntas y facilitan el trabajo.
Pasan dos horas de constante búsqueda y solo se ha podido localizar un rabihorcado aislado. Benito cambia el rumbo y el Cayo Largo 79 se adentra en el profundo golfo.
La voz del Galleguito pone en tención a toda la tripulación.
— ¡Benito, Benito! ¡A sotavento la mancha!
A lo lejos se divisan las gaviotas que se lanzan con rapidez en pos de los peces. A toda máquina la embarcación se dirige hacia la mancha. Se aprecia con facilidad el hervidero de agua y espuma que producen los bonitos en el constante acoso de su principal alimento: la manjúa.
El Cayo Largo 79 tiene en la popa un pequeño balcón de madera. Sobresale de la cubierta, en el espejo de popa, como un metro y medio. Protege al pescador solo hasta más abajo de la rodilla.
Las gaviotas se lanzan en busca de todo tipo de peces pequeño que viene en el cardume. Ahora comprendo mucho más por qué Benito me dijo que la gaviota —como los tiburones y el pez gata— es fiel guía de estos hombres del golfo.
Pronto se ve la presa a nuestras espaldas y Benito modera la marcha. Navegamos a una velocidad de dos millas por hora. Comienzan los movimientos y los preparativos de la faena de este atardecer.
—En un momento como este todo el mundo tiene que estar en acción, incluso tú becado—me dice Benito.
Todos ocupamos nuestros puestos. En el barco estamos 10 tripulantes. La mayoría se ajusta los camisones de lona para protegerse de las espinas y del contacto directo y fuerte del bonito. En los tinteros colocan el extremo inferior de la caña de pescar. Benito, con la vara en una mano y el timón en la otra comienza la maniobra circular alrededor de la mancha y mira al manjuero.
—Échale, chico, que ya viene por la vuelta
El Galleguito engoa la mancha. El movimiento es algo peligroso. Cuando está en la banda, tiene casi todo el cuerpo fuera de la cubierta: de la rodilla hasta la cabeza. Además del manjuero el resto de la tripulación está en constante peligro ya que entre uno y otro pescador solo media una cuarta. Con el anzuelo puede enganchar al compañero que tiene al lado.
El patrón realiza constantes giros. Está inquieto. Me entrega el timón y me indica que continué los movimientos circulares alrededor de la mancha.
Fausto viene con la primera presa que la dirige bajo su brazo y pronto la popa se ve ensangrentada por los bonitos.
— ¡El peje está picando y hay que aprovechar la abundancia! — dice el patrón.
El bonito es un pez muy voraz por lo que hace falta estar continuamente recogiendo los ejemplares que han picado y volviendo a lanzar los anzuelos para recoger más. No se utiliza ningún tipo de redes, sino que se recurre al típico anzuelo con algunos añadidos que hacen la función de cebo. En la punta del anzuelo han ubicado pequeñas plumas de aves que al desplazarse por el mar simulan los movimientos de un diminuto pez. Los anzuelos están fijados a un hilo de metal, pues la fuerza y el peso de un bonito, requiere de una resistencia considerable del material.
La tripulación realiza movimientos casi perfectos. Mientras yo guío el barco.
La pesca del bonito es emotiva. Desde el instante que se localiza la mancha y el pez comienza a brincar uno se entusiasma, aunque a veces se le echa la carnada y el pez no quiere picar, por eso lo imprescindible de aprovechar el cardume desde que lo tienes en la popa.
— ¡Oye, becado aprende, que te necesito como engoador!
— Cuando quieras, Benito.
Neno, ocupa mi puesto. El Galleguito toma una vara. El mar esta picado. Las olas sobrepasan la cubierta y las aguas salen por los imbornales.
La operación de los hombres es precisa, segura y rápida a pesar de las violentas sacudidas de la embarcación. Los pescadores sostienen con destreza una vara de caña brava de unos 5 metros de longitud.
— ¡Échale, Becado, Échele! No te detengas que se nos van.
Por la popa del barco nos acompaña una mancha de tiburones que de vez en vez atrapan a los bonitos ya capturados. Ahora soy el engoador. Cuando me pego a la banda a echar la manjúa tengo casi todo el cuerpo fuera de la cubierta. Quedo en el aire. Un bandazo del barco me hace perder el equilibrio. Lucho por agarrarme del puntal de la caseta, pero no lo logro. Me golpeo fuertemente el fémur izquierdo y con las astillas de la madera me rasgo el muslo. Una herida. El agua se torna roja. Estoy en el mar violento. Me agarro del neumático que se utiliza de defensa y luego me aferro al puntal. A unos metros de mí, tres tiburones. No tengo casi fuerzas para subir a cubierta. Pienso en aquella joven de ojos verdes-castaños con la que tenía un encuentro. Ahora si estoy entre la vida y la muerte. « ¿Me habré convertido en carnada para tiburones? » Pienso para sí.
— ¡Muchacho! ¡Agárrate bien!
El patrón, muy pálido, tira la vara y agarra un puñal. Troza varios bonitos y los lanza al mar.
La mancha de tiburones se precipita sobre ellos. Dos de los tripulantes me agarran por los brazos y me ayudan a subir. Todo ocurre en unos segundos.

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